viernes, 20 de febrero de 2009

Décima parte: Tailandia II

Niños y niñas, que ya me queda poco para ponerme al día...

Salí de Birmania con una pena muy grande y fantaseando sobre mi ingreso en un monasterio para aprender birmano, labor que realizaría como tapadera de mi verdadera condición: activista antigubernamental. Sexy.

De vuelta en Tailandia no tengo del todo claro cuál será mi próximo destino, aunque me apetece norte, porque me tira más el verde que la playa. Entonces se produce otra carambola del viaje; Pido sugerencias a Ben, un americano que conocí con la familia de Marta en Nong Khai y que trabajaba en un proyecto en Mut Mee. Me comenta que ahora está a cargo de una guesthouse a unos kilómetros de allí y que podrían darme alojamiento y nutrida a cambio de currelo (este me vio delgada y pensó que le iba a salir barata). Me dice que el sitio es muy mono y que está un poco en medio de la nada. Say no more.

De mono nada. El lugar era accozzo! Un conjunto de casas de madera con un jardín increíble a orillas del río. El alcalde de ese minúsculo pueblo lo acababa de comprar para su hijo, el joven Nick, que había vuelto de estudiar en Estados Unidos. Nick tenía 19 años y se había traído puesto el espíritu emprendedor californiano.

Aparentemente, la guesthouse aparece solo en alguna guía de cicloturismo, por lo que la mayoría de los que por allí pasaban eran, curiosamente o no tanto, holandeses, que se quedaban un pelín confundidos cuando una española en Tailandia les servía la cena... en holandés. Luego se emocionaban y empezaban a pedir tapas y paella. Ya sabéis cómo son. Entonces no me quedaba más remedio que hacer olvidar sus pretensiones a base de Heinekens, Singhas, Leos o lo que tuviera a mano. Lo hacía por su bien.

El día que el joven Nick cumplió 20 añitos nos dieron fiesta y trajeron catering. Menos mal, porque aquello parecía una boda más que un cumpleaños. Invitaron a las autoridades del lugar además de a una cohorte de 10 monjes para asegurarse de que la criatura abrazaba la veintena con suficientes bendiciones. Los monjes bebieron Coca-Cola. A mí ya nada me sorprende.

Y así pasé mis últimos días en Asia, en un auténtico oasis tailandés, alejada del mundanal ruido y dedicada a la lectura y la contemplación cuando mis horas libres (que eran muchas) me lo permitían. Aaaaay la joie de vivre.

Volví a Bangkok, y de ahí a Melbourne.

Si queréis saber cómo acabé tomando copas con el padre de Nadal en el Open de Australia, no os perdáis la próxima entrega...

Hasta pronto amiguitos.

Un beso.

Fe de erratas: El río Irawadi ha pasado a llamarse Ayeyarwadi y no al revés, como indicaba en la entrega anterior.

La historia en imágenes.

domingo, 15 de febrero de 2009

Novena parte: Birmania

Atención: Birmania. Alucinante.

Nota aclaratoria antes de empezar con este país: La dictadura militar que gobierna Birmania decidió en 1989, por razones etnográficas en las que no me atrevo a entrar, cambiar el nombre del país, de algunas ciudades y del principal río. Así, Birmania pasó a ser la Unión de Myanmar, la capital Rangún a Yangún y el río Ayeyarwadi a Irawadi.

Visitar Birmania puede suponer un conflicto moral, ya que cierta parte del dinero que entra en el país (visados, transporte o algunos hoteles) va a parar inevitablemente a manos del régimen. Las brutales represiones a las protestas pacificas de los monjes en agosto de 2007, el arresto domiciliario que desde 1990 sufre la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi (legítima ganadora de las elecciones que se celebraron el mismo año) y el hecho de que el gobierno no permitiera la entrada de ayuda internacional tras el ciclón Nargis el año pasado, hace que haya detractores y defensores del turismo en ese país. Los detractores se oponen por lo susodicho, los defensores lo apoyamos porque el turismo responsable no es solo una fuente de ingresos para la población, sino una inestimable fuente de información de primera mano, tanto para los birmanos (que tienen un acceso limitado) como para nosotros.

Desgraciadamente nos hemos olvidado de Birmania en cuanto ha dejado de ser noticia.

Dicho esto, procedo.

Lo primero que sorprende, no que sorprende, que choca frontalmente con la idea que una tiene de las autoridades del país es su amabilidad. En el aeropuerto, pero ya en las oficinas de la embajada en Bangkok donde tramitamos el visado, encuentras funcionarios… sonrientes. Es solo un aperitivo de lo que te espera en el país. Jamás de los jamases he estado en un lugar en el que absolutamente todo el mundo con quien cruzas una mirada te dedica una sonrisa, y eso que los asiáticos son ya de risa fácil.

Lo segundo que sorprende es ver a las mujeres y niños con la cara cubierta de tanakha, una especie de crema amarillenta elaborada a partir de madera de sándalo, aparentemente buenísima para la piel, que utilizan entre otras cosas para protegerse del sol.

Lo tercero que sorprende es ver a los hombres... con falda. Creo acertar si afirmo que Birmania es el único país que queda en Asia (a excepción quizás de la India) en el que la mayoría de la población viste aún prendas tradicionales. Los hombres birmanos utilizan el longyi, una especie de falda que atan con un nudo a la altura del ombligo y que a mi se me antojó muy sexy.

Comenzamos nuestro recorrido en Mandalay, donde pasamos un fin de año bastante silencioso porque, a pesar de que en general Birmania ha adoptado el calendario gregoriano, el suyo es lunisolar y no coincide con el nuestro. Poco o nada nos importaba la celebración. Esa misma noche, entre los apagones de rigor que sufre el país, nos acercamos a casa de los Moustache Brothers, tres hermanos que representan a diario una especie de vaudeville con críticas al gobierno. Dos de ellos cumplieron 7 años de prisión por ello y ahora solo se les permite actuar ante extranjeros y en su casa desde donde, a pesar del riesgo, siguen lanzando sus feroces críticas. Fue un momento un tanto especial porque su padre acababa de fallecer. A pesar de que no hubo representación ese día, U Lu Zaw nos invitó a las 8 ó 10 personas que nos presentamos esa noche en su hogar a charlar en medio del velatorio. Un tanto surrealista pero muy interesante.

Y de Mandalay a Sagaing, el centro religioso más importante del país, donde se concentran cientos de monasterios budistas. Monjas y monjes por doquier. Yo iba ya con idea de pernoctar en algún monasterio para hacer meditación con los monjes (qué os decía) y mira tú por donde, acabamos en un convento...de monjas. La estancia resultó ser espectacular. Las monjitas nos alimentaron y nos miraron comer. Una pequeña guía de conversación nos ayudó a intercambiar torpes frases entre muchos aaaaaahs y oooooohs. A nosotros se nos caía la baba ante la ubicua amabilidad de estas gentes.

Después de desayunar decidimos acercarnos a un templo cercano donde se estaba celebrando una ceremonia no sabemos muy bien de qué. Enseguida nos invitaron a entrar y nos ofrecieron té y pasteles ultradulces. Nutrimos lo justo para quedar bien (que ya veníamos desayunados) y pasado un rato de cortesía empezamos a retirarnos con muchos chesubés (gracias) e inclinaciones de cabeza. No nos da tiempo a calzarnos las sandalias cuando otra mano nos arrastra hasta una sala en la que se estaba celebrando un gran banquete. Este dato os puede sorprender, pero yo ya estaba llena. Sonrisas y más sonrisas. Cómo les dices que no. Esta vez el envite era más serio: arroz, pescado, legumbres... A todo esto, son las 8 de la mañana. Steve actúa muy bien, incluso repite. Yo como hasta casi perder el conocimiento. Supongo que debéis esforzaros en imaginar mi punto de saturación sabiendo el saque que tengo. Hay que escaquearse como sea, pero un metro noventa y pico de americano no pasa desapercibido que digamos. Otra mano nos atrapa y nos conduce a la salita de la parte posterior. No hay escapatoria. Si me dan más comida finjo un desmayo. Budismo frugal, lo que yo te diga. Nos llevan ante el Venerable a cargo del monasterio que reposa lánguidamente en su silla. Siguiendo el protocolo nos arrodillamos a sus pies. Nos sirven té y un personaje arrastra malévolamente hasta nosotros una bandejita... con un pastelillo. Silencio. Chesubé, chesubé. Silencio. Miradas, miradas. Silencio. Stevo, qué, hay que hacerlo, ¿no? Pa dentro. Miradas, miradas. Silencio. Eructillo.

Tras el festín no nos quedó otra que acudir raudos adonde la monjita para cancelar el lunch. No te molestes chata, que hemos comido para tres meses.

Por supuesto al de media hora teníamos hambre.

De vuelta en Mandalay, decidimos que bajaríamos hasta nuestro siguiente destino, Bagan, en barco. Quince horas saliendo a las 5.30 de la mañana. La llegada al barco fue tremens. Cogimos un tuk tuk en plena noche hasta el “puerto”, que consistía en dos tablas de madera de la orilla al barco. Ni una luz. O llevas linterna o te estampas. La parte de abajo del barco apestaba; estaba llena de mercancía y gente hacinada por los suelos. La parte de arriba no era mucho mejor, pero al menos corría el aire. El trayecto fue largo e incómodo, pero los paisajes por el Irawadi, lo que sucedía en las paradas, el amanecer y puesta de sol, hicieron que mereciera la pena.

Bagan es un lugar sembrado de antiguos templos. Recuerda mucho a Angkor Wat en Camboya, con la gran diferencia de que no hay casi gente. Aquí ya logré encontrar yo mi monasterio budista. Fui llevada ante el Venerable, que me observó llegar con mirada recelosa, como si pudiera intuir mi apostasía pero no se la creyera del todo. Me comentó después, en un inglés sorprendentemente bueno, que no se dejaban caer por ahí muchos extranjeros (y supongo que mujeres, mucho menos). Le expuse mis intenciones: una tarde de meditación. El Venerable se rió de mí. Dijo que no, que una tarde no era nada y que solo iba a experimentar dolor. Joer Venerable, cómo se pone usted. Me dijo que lo ideal eran 7 días (hoy desde la distancia, puedo afirmar que el Venerable se equivocaba), pero que si no disponía de una semana, el mínimo recomendable era un día entero. Voy a comentarlo con Stevo y vuelvo, Venerable.

Stevo esperaba pacientemente en la humilde estancia asignada para la noche: 4 metros cuadrados con una tarima de madera a modo de cama, una mantucha y un mosquitero. Le comento la situación y le pregunto a ver si se anima. Pausadamente me mira, mira la madera, la golpea con los nudillos y me vuelve a mirar. Thanks, but no thanks. Stevo tiene el día libre y me tiro de 7.00 a 18.00 meditando. Duele.

Yangún es otra capital asiática más. Sucia, más bien fea y polvorienta.

Volvemos a Tailandia.

Sigo, emocionada, sin parar.

Me piro a la playa.

La historia en imágenes.

sábado, 14 de febrero de 2009

Octava parte: Tailandia I

Ale, la siguiente entrega, que estoy en racha.

Otro bus de 6 de la mañana de vuelta a Vientiane con la intención de pasar de seguido a Tailandia. Se me olvida tengo terminantemente prohibido tomar café o agua antes de un viaje y a las 7 ya me meo toa. En el bus hay exactamente 8 personas; 7 laosianos y yo con mi mochila. Se me ve fácil. Le digo al conductor que “pssssss”, que stop. Me indica que en breve paramos y, para variar, es verdad. Por si acaso le recuerdo mientras cargan y descargan que voy a hacer un txirri. ¡Pues no estoy volviendo cuando veo que el tío ya ha arrancado! Me toca correr detrás del bus. Menos mal que estas máquinas no pasan de 0 a 100 en 4 segundos. Lo alcanzo, me abre la puerta y me mira como diciendo “qué quieres”. ¡Siete laosianos, yo, y mi mochila dentro! Tú no ganabas al Memory en tu pueblo, eh chaval. En fin.

Hasta que le coges el truco, resulta difícil saber a ciencia cierta si un asiático te entiende o no. Primero, porque decir no o desconocer la respuesta equivale a quedar mal, por lo que siempre asienten.

Ejemplo: ¿Está cerca este pueblo? Sí. ¿O está lejos? Sí. ¿Lejos o cerca? Sí.

Por otra parte, las confirmaciones de las negaciones para ellos son afirmativas.

Ejemplo (este queda más claro en inglés):

Do you have water? Water, no heb. So you don’t have water. Yes.

Ya veis por dónde van los tiros, ¿no?

Llego a Vientiane sobre el horario previsto y aguardo al siguiente bus que me llevará ya hasta Nong Khai, en Tailandia. En la frontera me sorprenden con un reciente e incómodo cambio de ley. Ahora, entrando al país por tierra solo te dan 15 días de visado (entrando por aire, como antes por tierra, te dan 30), lo que significa que habrá que pasar el fin de año en algún país vecino, con toda probabilidad Birmania.

Supongo que estaréis familiarizados con la curiosa atracción que las mujeres asiáticas despiertan en cierto grupo de occidentales. El destino quiso que me pasara la hora de cola en la frontera entre dos de esas joyas, ambos con sendas esposas tailandesas. El de delante sueco, obeso, edad media avanzada. El de detrás polacoaustraliano. Otro adefesio.

El sueco comienza la conversación. Yo estoy en el medio leyendo mi libro.

“Eeeh, ya veo que tú también tienes la fiebre amarilla”.
“Eeeh , je, je. Sí tío”.
“Eeeh, tío, es que a mí las mujeres occidentales no me resultan nada atractivas”.
(eeeh…de eso que nos libramos. Tío.)
“Yo he vivido en Estados Unidos y lo único que tienen es la boca grande”.
“Es verdad tío”.

Yo levanto la cabeza del libro y empiezo a mirar a mi alrededor como un pollo.

El sueco me pregunta a ver si estoy viajando por Asia. Yo le contesto que ay dont espik inglis. Creo que sus mujeres tampoco.

Llego a Nong Khai, donde casi todas las guesthouses están llenas. En la última donde me recomiendan probar suerte encuentro una habitación. Es un lugar muy interesante. Además de guesthouse, Mut Mee, es también una especie de comunidad donde puedes hacer yoga, meditación, Reiki, etc. A estas alturas ya os habréis dado cuenta, o no, de que me estoy convirtiendo en ese tipo de persona de la que antaño me mofaba: espiritual (no querías sopa...). Me sorprendo a mi misma diciendo la palabra “energía” varias veces al día. Y visto prendas holgadas. Cuidadito.

Total, que allí estaba yo encantada. Actividades relajantes durante el día y musiquita por la noche en el barco bar que tienen en el Mekong. El sitio es precioso, la verdad. Y una de esas noches, otro momentazo; conocí a Marta y su familia. Aparte de en Nepal (un besote, Javitxu), no me he encontrado con ningún español por el camino. Ellos fueron los primeros. Marta y su marido estaban también de año sabático. Llevaban viajando más o menos el mismo tiempo que yo, solo que con una pequeña diferencia: ellos viajaban con sus preciosas niñas de 4 y 6 años. No sueles encontrar a muchos españoles viajando, y mucho menos de esta guisa. Conocerles me emocionó y me inspiró profundamente.

Y así llegó el día en que tuve que coger otro tren hacia Bangkok, donde me encontraría con Stevo para pasar las navidades. Bangkok es un infierno. Al menos Khao San lo es. Los que conocéis la capital sabéis de lo que hablo. Había que organizarse y poner pies en polvorosa cuanto antes. Llegar hasta la bonita playa de Thong Nai Pan en Koh Phangan no fue tarea fácil. Los trenes estaban llenos y nos tocó nutrirnos 12 horitas en bus nocturno con unos personajes salidos directamente del How to Look a Fright Handbook. Para los que no estéis familiarizados con la escena festivalera tailandesa, la isla de Koh Phangan es conocida por albergar cada mes la famosa Full Moon Party, todo un evento en su día pero un acontecimiento bastante ratero hoy. Eso sí, tiene lugar en otro punto de la isla.

Las navidades en la playa no son muy navideñas, por mucho que pongan farolillos. Además llovió, así que aprovechamos para descansar del viaje (valga la redundancia). Los días en la arena no dieron para más y el día 31 de diciembre por la mañana embarcábamos rumbo a Myanmar, antigua Birmania, el destino más ansiado, deseado y esperado de todo el viaje.

Mañana. Besos y más besos

La historia en imágenes.

jueves, 12 de febrero de 2009

Séptima parte: Laos II

Queridos:

Os saludo desde el ecuador del viaje. El día 8 de febrero cumplí ya 6 meses en ruta. Quién lo diría. Seis meses explorando, descubriendo, tocándome los huevecillos en ocasiones, pero sobre todo disfrutando. Como buena planificadora que soy, el medio año coincide matemáticamente con el recorrido hasta la mitad del globo. Estoy ya en las antípodas; Nueva Zelanda. Os debo dos meses y medio de relatos, así que me pongo a ello sin más demora.

Savannaketh, Laos, 12 de diciembre de 2008: Disfruto de grandes días en la ciudad tranquila. Durante mi estancia en Savanna doy largos paseos en bici por sus desérticas calles, leo a la sombra de un árbol junto al Mekong, veo a los niños salir del colegio con sus sempiternas miradas de curiosidad y disfruto de la gastronomía local, que alcanza puestos de honor en la clasificación culinaria del viaje (aunque admito que no me atreví con la sopa de huevos de hormiga, piel de búfalo y pescado fermentado. ¿Qué tamaño tendrán los huevos de hormiga?).

La inquietud que llevo encima desde Vietnam no parece abandonarme del todo y al cabo de tres días ya estoy en el autobús hacia la capital, Vientiane. Los laosianos son de gustos peculiares. Acusan a los vietnamitas de omnívoros despiadados (que lo son), pero ellos lanzan también sus órdagos particulares al paladar occidental. En una de las paradas encuentro a una señora que vende una especie de armiños. Piel y carne. Vivos y muertos. Vade retro. Llega la hora de la comida en el bus y comienza el festival de olores. Yo entro en la competición con estridentes mandarinas que nos nutrimos alegremente entre todos.

Llegamos a Vientiane. Vientiane es totalmente diferente a las capitales de los países vecinos. No hay aglomeraciones de tráfico ni de personas, más bien al contrario, parece un pueblo. Curiosamente, y contra toda lógica, los vientianitas son bastante más afables que los laosianos del extrarradio. La estación de bus es también anómala. No hay nadie acosándote a la llegada. Logro encontrar un tuk tuk pero no me resulta fácil explicar al conductor a qué calle quiero ir porque la mayoría de los lugareños no conocen las calles por nombres, sino por referencias, amén de que no hablan inglés. Los mapas, claro, son documentos totalmente extraños. A pesar de que el tuk tuk hace plof plof y muere en medio del callejón más oscuro de la ciudad, logro gracias a la suerte que casi siempre me acompaña encontrar una cama sin necesidad de dar muchos tumbos.

Recorro la capital durante unos días, pero pronto me empiezan a picar mis dos gusanillos; el del movimiento y el de la naturaleza. Vientiane no agobia pero yo necesito campibiris. Emprendo viaje a Vang Vieng, a unas 4 horas al norte. El tío que va sentado detrás de mí en el bus deja su metralleta en el portaequipajes. Esto no es una frase para ver si estabais prestando atención a la historia. Es real, pero hay veces que es mejor echar mano a la mochila y comerse una pieza de fruta. Sin preguntas.

Vang Vieng es un pueblecillo desafortunado (infestado de mochileros australianos) aunque en medio de un paraje incomparable. Los australianos no me estresan en demasía porque sé que mañana pillo una bici y me planto en el monte, río o lago en menos que un vietnamita dice cannot. Y eso hago en compañía de dos tailandeses que conocí en una cueva. Me quedo allí unos cuantos días. No en la cueva, sino en los alrededores de Vang Vieng. Encuentro varios lugares en los que me vuelven a entrar los cosquilleos de esa felicidad embriagante que me está aderezando el viaje. Junto al río, por ejemplo, sentadita en las piedras, al sol pero con una brisa que hace que la temperatura sea perfecta. A unos metros de mí hay una señora construyendo una especie de presa en el agua y otra lavando la cabeza a su hijo. Solo se oye el murmullo del río y os pájaros. Nada de aventura, solo paz y tranquilidad. Otra vez. Mañana cruzamos ya a Tailandia, ¿ok?

Mil besos

La historia en imágenes.