martes, 12 de mayo de 2009

Duodécima parte: Guatemala I

Más vale tarde que nunca. Retomo desde aquí la narración de andanzas en formato blog, animada por mi amiga Amaia. El email es cosa del pasado nenas. A partir de ahora tenéis la aventura a vuestra disposición en cómodos fascículos. Se pulirá el diseño cuando se pueda. De momento es lo que hay.

I'm back.

Después de unos meses de parada técnica en Nueva Zelanda, mudo continentes y voy cerrando el redondel terráqueo. Ya me acerco, pero aún queda.

Me embarco en el clásico Auckland – Los Angeles. La entrada en el país de Obama es indolora y dulce como nunca antes. Los funcionarios son amables e incluso piropean. Sigo el procedimiento; chequeo mi mochila hasta Miami, retiro mi boleto de abordaje, pongo atención en mi equipaje, que está sujeto a inspección y, ya en Miami, me dirijo a la zona de reclamo de equipaje para remover mi mochila de la cinta. Los del Instituto Cervantes de Nueva York los tienen como planetas. Paso la noche en Miami y ya tú sabes mi amol que parece que estoy en la mismísima Habana. Los angloparlantes de esta ciudad deben sentirse como los mallorquines.

Al día siguiente vuelo hacia la Ciudad de Guatemala, un vuelo no del todo tranquilo... Entre nosotros hay un deportado que llevan “engrillado” de vuelta a Guatemala. Al pobre se le cruza el cablecillo y se echa a la carrera hacia la cabina del piloto. Yo, que iba medio sobada, pienso por el revuelo que le ha dado un yuyu a alguien y que en breve oiré el mítico “¿hay un médico a bordo?”. Miro a mi izquierda y veo que una joven gringa se ha echado al suelo y solloza desconsolada en cuclillas, dejándome a la espera de otro clásico (“no quiero morir”). Pero ni uno ni otro, el pobre chapín es rápidamente reducido por la secreta, que desde ese instante deja de serlo. Parece que American Airlines compensa la falta de sistema de entretenimiento en el avión con espectáculos en vivo.

Llego a Antigua, ciudad colonial y cuquísima que me abre Centroamérica por la puerta bonita. Busco hospedaje, dejo bártulos y salgo a inspeccionar mi nuevo continente. Camino por las calles empedradas y paso por una escuela de baile. Odio la salsa, así que decido apuntarme a clases. Mi profesor es Selvin Miranda instructor interrrrrnasional.

Estoy en clase con Miriam, una tejana de origen mexicano que está en Antigua adoptando su tercer nene y que ha decidido distraerse con salsa de todos los sobornos y quebraderos de cabeza que ciertas autoridades guatemaltecas le están dando. La primera clase es emocionante porque nos sale todo bien (claro, los primeros pasitos) y creemos que aprendemos un montón de cosas y que la salsa se nos va a dar fenomenal. Selvin instructor interrrrrnasional, se mofa de mi acento y me dice todo el rato puesss qué passsa tía. Dice que le mola.

Al salir de clase me voy a dar una vuelta por el pueblo y presencio un fusilamiento fotográfico; una pobre señora indígena que hace plácidamente la colada en la pila frente a la iglesia es acosada por un par de turistas que están prácticamente introduciéndole sendos teleobjetivos por las orejas (y digo yo, ¿para qué narices querrán el teleobjetivo?). Luego nos reímos de los japoneses...Se le quitan a una las ganas de hacer fotos oye.


Por la tarde me doy una vuelta hasta el volcán Pacaya, uno de los varios que hay en las inmediaciones. Hay que subir en grupo y con guía. El nuestro nos ve cara de aventureros y nos lleva por un senderito elevado, no sabemos muy bien a dónde. Al llegar arriba (imaginad una especie de duna, pero de terruño negruzco) dice que vamos a bajar saltando y resbalando. Ole. Hace los honores de la demostración y llega abajo. Arriba, los del grupito nos miramos. A algunos les divierte la idea, la mayoría pensamos que what-the-f***. Vamos, vamos, grita el chaval, y allá van, los más emocionados los primeros. Cuando llego abajo hay 3 contusionados y una chica enhollinada porque ha bajado rodando. El guía promete que nos acercaremos a 5 metros de la lava. Yo, con mis pumas de imitación adquiridas en el mercado ruso de Phnom Penh me quedo a 10 porque ya noto el pie calentito. Cinco tíos vuelven sin suela del zapato.

Pasadas ya 3 ó 4 clases, Selvin instructor interrrrrnasional decide que es hora de practicar en vivo y que esa noche hay que salir a mover el esqueleto salsero. Vamos pues. Llegamos al garito. La música está tan alta que deben oírla en Honduras. El garito se llena. La mezcla de peña merece un capítulo en Nacional Geographic; chapines que no levantan medio metro y rubrazas te(u)tonas que me sacan dos cabezas (Antigua es popular entre los guiris para aprender español). La naturalidad con que se mezclan es impresionante y la pista de baile se atesta de parejas imposibles. Parece una peli de Fellini. Selvin instructor interrrrrnasional me saca a bailar (al fin y al cabo, a eso vamos) y me uno al circo. La situación es peligrosa. La cara de concentración de las rubias roza la mala leche y no dudan en endiñarte un codazo o pisotón para conquistar unos centímetros de pista para ellas y sus minúsculos protegidos. Yo hago lo que puedo por ensayar mis cuatro pasos (un, dos, tres, cinco, seis, siete, un, dos, tres...), pero mi territorio se reduce por momentos y las rubias están cada vez más sofocadas y rosadas. Pero no paran. Selvin, vamos a por un mojito, anda majo.

Me relajo contemplando el espectáculo desde la barrera cuando de repente algo sucede. Cambio de tercio. Suenan otros ritmos. Propios y extraños enloquecen (aún más). Y se saben la letra. TUM-TU-TU-TUM-TUM. Selvin me agarra (que no me coge) y en menos que Celia Cruz dice ASÚCAR me planta en la pista haciéndome contonearme a lo dirty dancing. Os lo cuento porque al final todo se sabe y no quiero que os enteréis por otros que acabé bailando reguetón. La salsa se había ido para no volver y a mí me tocaba retirarme. Llego a casa y me pongo The Cure en el iPod.

Pasan los días y pienso que procede una escapada playera antes de continuar hasta el lago Atitlán. Allá que me voy en día viernes hacia Monterrico, en la asilvestrada costa del Pacífico. Tomo una furgonetilla. Por el camino paramos a recoger a Carina y a su hermana Celia, unos mangos para el señor José y unos libros para Carmensita. Pero ay de mí, viviendo ya 9 meses de sábado eterno, no me doy cuenta de que es uno de mayo y de que el guatemalteco se ha echado a la playa como madrileño a la costa valenciana. Me cuesta un buen rato encontrar alojamiento y encima me tengo que bañar en bragas porque me he dejado el bikini en Nueva Zelanda. Al menos la playa es enorme y puedo alejarme de las masas sin problemas. Más reguetón.

Hago noche de nuevo en Antigua. Por la mañana, mientras desayuno, noto que el suelo no está del todo firme bajo mis pies. Qué raro, no tengo resaquita. El señor que desayuna en la otra mesa me mira y me dice con los ojos muy abiertos “está temblando, ¿verdad?”. Sí señor, temblar tiembla. Salimos a la calle donde algunas mujeres están atacadillas. Al final el temblor no fue a más, aunque después de los que han tenido por aquí no me extraña que se pusieran de los nervios.

Mi próximo destino es San Marcos La Laguna, un pequeño poblado a orillas del lago Atitlán, donde parece que hay mucho rollito espiritual y una ENERGÍA especial. Gotta check it out. Voy en la furgo con 3 sudafricanos de edad media, hippies (y cuando digo hippies, digo camiseta de arco iris. Calité) y un mexicano que se había construido una casa en lo alto de la montaña y quería convertirla en un centro espiritual donde la gente pudiera meditar, hacer yoga (y me imagino que el amol), gratis. Los mormones le habían confiado secretos para conservar los alimentos y se estaba haciendo un bunker para salvarse cuando llegara el año 2012, fin del mundo según el calendario maya. Calité.

Lo próximo que sé es que me acabo quedando allí nosecuantos días. Los sudafricanos, que viven allí, me sacan al lago y me hablan de la meditación trascendental, de la luz blanca y de cómo Moisés, cuando bajó las tablas de la ley, en realidad estaba colocado con amanita muscaria. Me presentan a personajes con rastas, con ropajes contra los que Garzón emprendería acciones judiciales y camisetas tecnicolor. La dieta base es el porro en ayunas. Y alguna toca el ukelele. Bryan, un americano chicagotarra, es mi nexo con la cordura y me saca a tomar un vino mientras escucha pacientemente cómo ha sido mi día en Woodstock.

Por fin decido irme. ¡Al que me toque el aura le lanzo un chakra, que tengo los meridianos alineados. Atrás! No, pobres, he de decir que la cosa fue intensa pero eran unos soletes y me enseñaron muchas cosas. ¿Quién ha dicho eso?

Tomo una txalupa dirección Panajachel, lugar ya con categoría de pueblo, también a orillas del lago. Busco choza y anticipo un día tranquilo en soledad, estudiando el mapa del país y dibujando mi próximo movimiento. Wrong.

Bajo por la calle principal a paso acelerado cuando, desde un puestecillo de pulseritas y collarcitos me dicen “eh, no quieres pararte a ver unos aretes?”. Me paro a ver unos aretes porque no tengo nada mejor que hacer. Vaya panda de mexicanos. No te lo crees:

Pepe: 44 años, cuentacuentos y artista de marionetas. Después de un divorcio movidito encuentra a Gabriel, lo deja todo y decide recorrer México con él vendiendo artesanía de collarcitos, colgantes y aretes.

Gabriel: 35 años. El artesano de lo susodicho. Lleva 20 recorriendo México.

Luis el gordito: Trapichea mayormente entre Guatemala y México. Lo que sea.



Se sorprenden de que me pare a hablar con ellos. "¡Qué chido, nadie se para a hablar con nosotros!" Pues allí me tiro toda la tarde. Enseguida confían y me dejan a cargo del puesto si tienen que hacer algo, como pis. En una de estas me quedo con Pepe, que me cuenta su historia del divorcio; "ella empezó a salir mucho", decía, "yo no sabía muy bien qué hacía, y además era un no parar; uno por la mañana y otro por la noche está bien, pero esta mujer no tenía llenadera... Me hacía la vida cuadritos." Yo me partía porque era un excelente contador de historias. "Quizás hubiera podido hacer las cosas de otra forma", decía, "pero hubiera es un verbo que conjugan los pendejos". Yo no podía más de la risa. Él, animado al verme tan divertida, empezó a relatar cuentos. Nos dio la noche y les invité a unos tacos, porque el aguardiente en estómago vacío es mu malo y su presupuesto para dieta no daba para sólidos. Al día siguiente más de lo mismo. Yo les hacía de traductora con los guiris que se acercaban y así íbamos sacando hacia adelante el negocio.

Cuando nos apetecía, nos íbamos a la playuki del lago a mojar los pies y Pepe nos recitaba más cuentos, ahora ya sí del todo emocionado. Un perfecto actor y filósofo. Cuando llegó la despedida Pepe me colmó de bendiciones y Gabriel se ofreció a mantenerme y enseñarme México si no me adaptaba a la vida en Barcelona. Ahí queda la oferta.

Fue un cambio radical del ambiente de San Marcos, como bajar del halo celestial a la tierra batida. Live and learn.

De ahí sigo hasta las refrescantes aguas de Semuc Champey. A día de hoy, me sigo bañando en bragas.

Todavía queda...
Muchos besos

La historia en imágenes.