martes, 7 de octubre de 2008

Primera parte: Rusia, Mongolia y China

Niñas y niños:

Es cierto, mucha foto pero poco relato. Aprovecho un día perro, de resaquita postcumpleañera para tirarme un rato largo al calor de las ciberondas, reconectándome verbalmente con mis orígenes.

Mañana mismo otro cumpleaños; dos mesecitos de viaje. No sé si han pasado rápido o despacio. Las gélidas aguas del Baikal y las estepas mongolas se antojan ya lejanas y, no obstante, parece que fuera ayer cuando el Pere y yo embarcábamos emocionados en Moscú, botella de vodka en mano, en aquel entrañable vagón de tercera clase destino Irkutsk.

El viaje en tren es espectacular. Ni rastro de la sombra del aburrimiento que pudiera asustar en un trayecto tan largo. Mirar por la ventana hipnotiza y el traqueteo se extraña cuando bajas del tren. El primer tramo es la experiencia ruski por excelencia. Las provonitzas (azafatas de vagón) rezuman aún la ácida mala leche de la época comunista, amén de lucir unos imponentes pelos fritos, consecuencia de alguna desafortunada técnica peluquera muy en vogue aún por la tundra. Mantienen al tren a raya. A beodos nacionales e internacionales. Eso sí, entienden que el alcoholismo es deporte nacional y digamos que no cumplen el horario de cierre del vagón cafetería a rajatabla.

Los ruskis en general son de formas ariscas, fríos como témpanos y feos (como suele ser la norma, ellos son los feos, ellas pueden ser muy chutonas). Eso sí, cuando hemos necesitado su ayuda (Marta, en un día de inteligencia liviana, se dejó la cámara dentro de un barco y cuando se quiso dar cuenta ya no había forma de volver a entrar en él) nos la han prestado con la máxima diligencia. Ponen cara de pero-qué-asco-me-das, pero te ayudan.

Llegar a Mongolia fue un alivio, tanto a nivel de alojamiento (pasamos a segunda clase, 4 camas en vez de 6 y sin efluvios de comidas ruskis en el vagón) como a nivel étnico. El mongol es mucho más amable y agradable a la vista (no al oído, es verdad que el idioma se asemeja mucho a dos gatos peleando hasta que uno de ellos vomita, tal y como apunta acertadamente Lonely Planet).
Nos hicimos un tour de 7 días por el desierto del Gobi. Precioso. A las fotos os remito. Nuestro conductor, al que cariñosamente apodamos Let's go ya que era lo único que sabía en inglés, era un personaje rudo y bonachón a la vez. En cuanto nos aventuramos en el desierto con 3 coreanas de compañeras de viaje nos dimos cuenta de que nuestras vidas estaban en sus manos. Ni carreteras, ni casas, ni árboles, ni un triste palo que tomar como referencia al conducir por esos lares. Así 7 días.

Gran parte de la población mongola es aún nómada. Los gers, las casas/tiendas móviles que utilizan son tal y como la de la foto. Sí, todas iguales, con el mismo patrón de tela floreada. Son acogedores, excepto cuando la temperatura pasa violentamente de 25 a 5 grados, como nos ocurrió el último día.
Entonces la única solución, cuando a las 7 de la tarde ya no hay luz y el frío se filtra por todos los rincones, es tomarse una dormidina y noquearse hasta la mañana siguiente, tal y como hizo la menda. Y es que no hay necesidad de pasarlo mal.

Desde Ulan Bator nos embarcamos rumbo a Pekín. De nuevo segunda clase. Tren novísimo, TV de pantalla plana individual en cada litera, duchas en cada vagón, baños impolutos e instalaciones de última generación (madre mía, parece que estoy aún en Booking). No funciona nada, pero estoy segura de que en el futuro se podrá disfrutar de todos estos servicios. El vagón restaurante del tren chino destacaba con respecto al mongol y al ruski en el aspecto culinario, pero el Pere y yo (sobre todo yo, porque quienes conocéis al Pere ya sabéis que es más de dieta líquida), habíamos depositado quizás demasiadas esperanzas en el menú. La comida tampoco era tan grandiosa. Eso sí, los locales desayunaban con birra. Y el horario de cierre se cumplía a rajatabla. Un escándalo.

La llegada a Pekín fue una zambullida directa en una piscina de lujo asiático. Los amigos del Pere, Sara y Nacho, nos acogieron en una morada que de todo menos humilde; 150 metros cuadrados de confort y camas blanditas, tours a la carta por la capital olímpica en coche diplomático y varias noches consecutivas de pato pequín para resarcirnos de la dieta a base de cabra vieja mongola. Me tuve que comprar un cinturón al llegar, pero el pato y otras delicias pronto compensaron los kilos perdidos en el Gobi. Gracias Sara y Nacho. No sabéis cuanto bien habéis hecho.

En Pekín finalizó la aventura con el Pere, que regresó a Barcelona con Air Berlín en un viaje del que aún no sé si quiero saber detalles. Una no está preparada para el shock mental que debe suponer pensar que vas a volar con Lufthansa y enterarte de que te toca Air Berlín. Pere, gran compañero de viaje que ha aguantado estoicamente todas mis solicitudes de paradas nutricionales (que no eran pocas). Desde aquí te mando un besazo.

Y yo me las piré a Nepal, donde aún estoy y estaré unos días antes de emprender rumbo al Rajastán, en la India. Y de momento aquí os dejo que necesito ingerir líquidos. Todo sobre Nepal en la siguiente entrega.

Niñas, niños, un beso fortísimo de vuestra amiga viajera, que se acuerda mucho de vosotros. La historia en imágenes.