sábado, 7 de marzo de 2009

Undécima parte: Australia

Hola de nuevo:

Ya estoy en las antípodas, al revés, que no del revés, donde las estrellas son diferentes y la luna crece en otra dirección. Qué privilegio poder seguir recorriendo mundo, seguir sorprendiéndome con personas y lugares, protegida por alguna varita mágica. Hoy hay viento sur en Auckland, hace rasca. Porque aquí el sur es el mismísimo polete. Aquí lo que mola es el viento norte.



Australia, 25 de enero de 2009: La entrada en el país es rápida pero escalofriante. Me juego el tipo pasándome la bioseguridad aeroportuaria por el forro del pasaporte. Los controles de bioseguridad en Australia y Nueva Zelanda son feroces, por eso de la introducción de plagas, enfermedades y pestes. Apostaría que es más fácil colar un kilo de coca que una uva.

Las amenazas comienzan ya antes de pasar por el minucioso interrogatorio de inmigración: If we find, you’re fined!, Declare or beware!. Casi por inercia, yo lo niego todo: antecedentes penales, no, más de 10.000 dólares, ¡ja!, genocidios, nop.

Durante el viaje he ido cogiendo flores que me gustan y las he ido metiendo en mi libreta a secar. A estas alturas tengo todo un arsenal botánico, además de una raíz de ginseng comprada en Tailandia y la pluma del shuttlecock, un juego popular adquirido en Vietnam. Formulario de bioseguridad: Plantas (de reojo a la derecha, de reojo a la izquierda), no, raíces (de reojo a la derecha, de reojo a la izquierda), no, plumas (aaay, creo que es de mentirijillas... de reojo a la derecha, de reojo a la izquierda), no. Al recoger la mochila cruzo un par de tensas miradas con el chucho inspector, que olisquea mi mochila sin mucho interés antes de pasar a la siguiente. Una joyita de sabueso... No me preguntéis por qué, pero lo volví a hacer al entrar en Nueva Zelanda. A veces soy un misterio.

Y así precisamente llego al estado de Victoria.

Mis fechas coinciden con las del Open de Australia de tenis, lo que se traduce en falta de alojamiento y precios astronómicos en Melbourne. En el aeropuerto estudio algunas opciones; descarto las costas y me centro en los misteriosos pueblos del interior, concretamente en una zona que vivió en tiempos la fiebre del oro y que hoy no cuenta con muchos habitantes. Anticipo un festín de paisanaje.

Doy con mi mochila en Ballarat, donde encuentro alojamiento en un pub (sí sí, en un bareto) con habitaciones en la parte de atrás, una formula que se estila por esos lares. No se ve turismo foráneo y los precios son mucho más asequibles, así que lo primero que hago es localizar el establecimiento restaurador más chutón del lugar y darme un homenaje con vino de la región. El pueblo es genial. Es de esos en los que tienes la sensación de que todos se conocen y saben a qué hora de la noche le van a matar a una. Se me hace raro entender lo que se dice a mi alrededor y que la gente no se comunique a gritos.

De vuelta en el pub se produce la primera toma de contacto con los otros inquilinos. Es 26 de enero, Australia Day, fiesta nacional que, como toda ocasión que se precia en este país, merece una barbacoa. Y en ello estaban. Se conocen entre sí ya que, como luego averiguaría, el que menos lleva en el pub dos meses y el que más, doce. Al principio no tengo claro si viviendo o bebiendo. Adquiero unas cerves y unas salchichotas para la parrilla y me uno a la fiesta, que la noche promete. Entre el elenco destacan; Bianca, una rubia de bote redondita, madre, con debilidad por el lambrusco dolce rosso de garrafa y tendencias camorristas, dos buscadores de oro con bigotazo y sombrero de cocodrilo Dundee respectivamente y un veinteañero tasmano, rosado y víctima fácil de burlas. El retrato costumbrista que me pintan en la cena es carne de documental con fuegos artificiales de fondo.

Le debo caer bien a la rubia porque al día siguiente ella y el buscador de oro (Dave) se ofrecen a llevarme en auto hasta el sitio donde tenía pensado pasar la siguiente noche, una casita monísima en medio del bosque. Antes, no obstante, insisten en enseñarme el lago donde suelen ir a nadar, y con el calor que hace, apetece. Llegamos y en dos minutos sacan del coche una lancha hinchable, dos sillas de camping, una caña de pescar y tres cervezas. Auténticos profesionales del outdoors. El lugar es precioso. No hay mucha gente, alguna familia. Y ya sé lo que estáis pensando: Te cortan en pedacitos y nadie se entera. Lo que no os vais a creer es que, en el mismo momento en que se me pasó ese refrescante pensamiento por la cabeza, me suelta la rubia: “Marta, en realidad te hemos traído aquí para matarte”. Ja ja. Ja.

Ama, ya sabes que no me voy con cualquiera... que al menos tienen que tener coche. Que noooooooooo.

De momento el instinto me funciona bien. Encantadores, me llevan a recorrer los alrededores, a tomar un helado, a beber de las fuentes de agua mineral con las que estoy reforzando mi sistema inmunológico… Unos ángeles. Me dejan en mi casita del bosque, donde soy la única inquilina durante 4 noches. Y cuando digo única, digo que tengo toda la casa para mí. La primera noche me da un poco de canguelo. Más que el aislamiento me da escalofríos la araña peluda tamaño langosta (de mar) que se ha colado detrás de mi cama y la polilla tamaño cuervo que revolotea en torno a mi lámpara. Parece que en Australia todo bicho se magnifica. Intento hacerme a la fauna local y me voy a dormir esperando que el arácnido no sea venenoso, porque ya no sé dónde está.

La intención era pasar allí sólo una noche, pero acabé quedándome cuatro porque el calor era horroroso. Tal y como escribo en mi diario el 28 de enero: “desde ayer hace un calor horroroso, 42º a la sombra. Todo está muy seco pero hace vientecillo, así que ahora entiendo que se formen fogatadas de aupa por estos lares”. Como sabréis, solo unos días después esa zona quedó arrasada por el fuego.

Vuelvo a Melbourne el día de la final del tenis. Después de un paseillo por el cuco barrio de South Yarra donde me alojo, tomo rumbo al Rod Laver Arena, dispuesta a verme la final Nadal-Federer en la pantalla de fuera. Oteo en busca de españolitos con los que hacer panda, pero las únicas banderolas son propiedad de australianas quinceañeras histéricas a las que me acerco por error y de las que me alejo discretamente.

Decido sentarme en el primer hueco que encuentro y reparo en que, mira tú por donde, la chica de al lado es española y está viendo el partido solita también porque su amigo está dentro del estadio. Entablamos conversación y comenzamos la ingesta de vinacho, primero entre set y set, luego entre juego y juego. Ya hacia el final del partido, nos oye hablar un muchacho que nos cuenta, en un español enfangado, que es australiano de padres madrileños, que trabaja en el estadio, y que nos puede colar dentro si queremos. Sí, queremos.

Dicho y hecho. Nos levantamos, dejamos a la plebe y nos nutrimos en directo la entrega de premios. Si queréis os puedo colar en la fiesta privada. Sí, queremos. Ostras, champán... Si queréis os presento a papa y tito Nadal. Sí, queremos. Y así, en un abrir y cerrar de ojos allí estábamos, contándole a papuchi Nadal cómo habíamos volado desde España para ver la final. Qué nooo, tontote, que solo pasábamos por aquí (es que nos estaba poniendo unos ojos...).

Nos invitó después a salir con Rafa de colegueo. Nosotros continuamos la fiesta en el pisazo de Carolina y a eso de las 3 de la matine, papuchi nos envió un mensajito diciendo que Rafa estaba cansado y no le dejaba salir a jugar. Pero nosotros ya teníamos la fiesta montada...

Qué gracia, ¿no?

Espero que estéis todos bien.

Un beso muy fuerte

La historia en imágenes.